jueves, 30 de octubre de 2014

México, el nuevo Comala

Los vivos son los que son una vergüenza. ¿No lo crees tú así? Los muertos no le dan guerra a nadie; pero lo que es lo vivos, no encuentran cómo mortificarle la vida a los demás. Si hasta se medio matan por acabar con el corazón del prójimo. Con eso te digo todo. En cambio, a los muertos no hay que aborrecerlos. Son la gran cosa. Son buenos. Los seres más buenos de la tierra
Juan Rulfo

Para los antiguos aztecas la muerte estaba tan ligada a su vida diaria que cuando los españoles llegaron vieron con horror y desagrado una celebración en pos de los muertos y del reino de Mictlán, la inclusión de sacrificios humanos, mutilaciones y una suerte de rituales grotescos —a los ojos de los europeos— como lo eran el amortajamiento del cuerpo, la inclusión de una piedra, preferentemente jade en los nobles, dentro de la boca, la colocación de un jarro con agua en las manos del difunto para el cansancio del peregrinar en el Mictlán, la quema de sus vestiduras y pertenencias para poder soportar el frío del inframundo, y posteriormente del cadáver mismo. Las cenizas eran enterradas posteriormente en una esquina de la casa, antes siendo rociadas con agua o en un lugar sagrado. Y sin duda no faltaba el perro que acompañaba en el viaje al fallecido. Otro era el destino para los que estaban destinados a Tlalocán, el paraíso de agua de Tlalóc.

Los españoles nunca dejaron de ver con horror estos actos, que para los aztecas y las culturas prehispánicas eran una reflexión sobre la vida. Para ellos la muerte era la otra parte de la moneda, una complementación de la existencia aceptada sin reniego, visto sea que los sacrificados eran considerados encarnaciones de los dioses y tratados como tales.

Y el lugar reverenciado era el de acompañar el transcurso del Sol. Los guerreros muertos en batalla acompañaban al astro del amanecer al mediodía mientras que las mujeres muertas en parto, consideradas guerreras por haber perecido entre la batalla de dar vida, acompañaban al sol del mediodía al atardecer. Los hombres luego de cuatro años de acompañar el recorrido de la estrella máxima, reencarnaban en aves de preciosos plumajes retornando al mundo carnal.

Por la importancia en cada uno de los rituales, es que los mexicanos aun celebran a sus muertos con tanta profusión. Llenando los lugares con el aroma del copal y el rastro del perfume delicado del cempasúchil, naranjado, reflejo del sol y recuerdo de Quetzalcoatl.

Hoy sin duda alguna, no solo por la fecha sino por la más reciente oleada de violencia que se registra en el país, es la muerte una reflexión más cercana y cruda de la vida. Extraña aún que cierta parte de la sociedad se exima de dicho pensamiento, más bien —quiero creer— del pensamiento judeocristiano adoptado por la mayoría de la población de una vida después de la muerte. Y no lo digo porque no exista o exista, cada quien tiene su creencia. Sino porque para algunos, la muerte carece de reflexión alguna, como lo carece la vida misma.

Sin duda alguna la muerte es una cosa que ha estado presente desde el principio de nuestra humanidad. Desde los antiguos cazadores homínidos, a parte del hambre ha sido la muerte una preocupación que hemos compartido ancestralmente. Aún hoy después de tanto tiempo este pensamiento no ha cambiado, solo se ha convertido en un tema tabú.

Generaciones anteriores los hombres eran testigos de las  calles de Roma, la ciudad de Tenochtitlán o durante la Francia en la época de Jean Paul Marat y Robiesperre de muertos. Apuñalados, asesinados a palos, ahorcamientos públicos, aguillotinados. Hombres y mujeres, hasta niños tenían una cercanía con la muerte, eran más conscientes de ella. No sé si los hacía más reflexivos o no, pero sin duda tener una experiencia de este tipo activa una serie de planteamientos existenciales en cada ser humano. En pocas palabras, nos hace conscientes de que somos y de una verdad ineludible. Todos morimos.

Hoy por hoy, México no debería estar de fiesta. Hoy por las personas parece que realizan las acostumbradas ofrendas o manjares para ellos mismos en el futuro, la violencia en el país va in crescendo. (Por eso aun no entiendo a los que no se dan cuenta). Las televisoras de siempre tratan aun burdamente de modificar la percepción de lo que está pasando, repitiendo una y otra vez que se está haciendo algo. Pero la gente que lo vive, que se le desaparecen sus hij@s y los encuentran después asesinados, en fosas o ni siquiera los encuentra, no se traga dichas mentiras. La manera más fácil de desacreditar sus exigencias es sin duda, criminalizar a los afectados, ya se ha visto antes. Se ha criminalizado a los estudiantes, a los maestros, a los electricistas, en este país se ha criminalizado a los inconformes y desde el punto de vista más básico y elemental, es irracional. Y más irracional es oír a la misma población justificar la muerte de un sector o persona argumentando que “ellos se lo buscaron”.

Hoy es la población de Guerrero, Oaxaca y Michoacán principalmente, la que como en el pasado tiene esa reflexión sobre la vida a través de sus muertos, muertos tan cercanos y tan propios que han dado pie a que la mayoría de la población ya no solo de México sino del mundo entero se solidarice. Porque bien podría ser un hijo, un hermano, un padre pero fuera de que eso sea eso, es importante porque es un ser humano. Abajo y fuera quedan las peroratas de los que se hacen llamar sensatos, que llaman a la cordura, al orden, al respeto de las leyes. La muerte y desaparición de personas esta fuera ya de la aplicación de las leyes de esta nación, tomando en cuenta que nuestra constitución ya ni siquiera es puta, ella ya no cobra, esta constitución ya no sirve. Como todos los mexicanos está muerta.

El país cada vez más deja de pertenecerle a los vivos. Hay una pequeña fracción que se resiste, que hace gritar su voz, que hasta busca maneras institucionales y pacíficas para llevar a cabo sus molestias. Pero la otra parte está bien muerta, repitiendo lo que dicen las televisoras y aceptando los atinados y sumamente inteligentes planteamientos de reconocidos periodistas dígase un Zabludovsky, perdón Doriga o un Loret de la Torre, el nombre no importa son los mismos (es sarcasmo por si no es claro). Y si uno se pone a pensarlo siempre ha sido así, hay más muertos que vivos desde hace mucho tiempo. Solo que hoy, los muertos están cada vez más frescos, jóvenes y vivos.

43 es un número que no se olvidará nunca, encuentren o no a los normalistas de Ayotzinapa. Su desaparición ha matado a una parte de sus padres y familiares y también a matado y transgredido a la humanidad misma. Hoy no puedo ver con los mismos ojos las ofrendas y el día de muertos. No voy y no debería festejarse dicha fecha. Mas parece una broma cruel el hallazgo de personas quemadas o ahogadas, recurriendo a la memoria de las prácticas aztecas. No es necesario hacer ritual alguno camino al Mictlán, Tlalocán, Hades o al infierno cristiano. Como lo retrata el director Luis Estrada en su película del mismo nombre Infierno, “Es esta vida y no chingaderas, es el cabrón infierno.” No solo él lo vio así, Juan Rulfo retrato magistralmente el abandono de los pueblos indígenas en el país en su famoso Pedro Páramo. Un lugar límbico en donde la línea entre la muerte y la vida parece no existir y sus difuntos y vivos conviven de manera normal, podridos en la miseria, el hambre y el abandono. Mas parece una predicción, un reflejo o una obra de ciencia ficción esta lectura. El país bien podría dejar de llamarse Estados Unidos Mexicanos (México para el mundo) y pasar a nombrarse Comala.

Porque en cada estado pareciera que viviéramos sobre una gran edificación a Mictlantecihuatl y su esposo, Mictlantecuhtli, los señores de la muerte. Por todos lados hay fosas repletas de desaparecidos, ya no digamos de la guerra declarada contra el narco, sino también de la Guerra Sucia llevada a cabo por el PRI por más de 70 años.

Por eso digo que hoy el país pertenece a los muertos. Mientras los políticos (de todos los partidos) con sus ya conocidos nexos con el narcotráfico, evocan al rey Próspero del relato de Poe. Se han mantenido en un hermetismo en donde se tapan unos y otros sus porquerías y colusiones, mientras con el erario presentan —mediante los medios de comunicación y la foto— el gran montaje, la gran fiesta a puerta cerrada, todos cobijados bajo la mascarada y el antifaz. Creyendo que la Muerte Roja se encuentra allá fuera, lejos de ellos. Pero como en el cuento de Poe, van a llorar sangre cuando se den cuenta de que ya la tienen bailando dentro de su gran fiesta. A la gran canija, la más cabrona, la temida y curiosamente la más democrática: la muerte.





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