¡Hay que
quemar los barcos!- gritaron.
A lo lejos
los navíos parecían una somnolienta y burda construcción de madera, tratando de
dominarse entre las violentas olas. Los amarres se retorcían como si fueran
serpientes, mientras las velas, como inspiradas por la voz que clamaba fuego,
se incendiaban lentamente.
En el puerto
los cañones disparaban, dejando tras la boca del hierro una nube de pólvora.
Las casas
aledañas ardían también lentamente, la flamígera bestia con escamas de color
rojizo se deslizaba rápidamente, alimentándose más y más. Tratando de saciar
esa hambre que nunca muere, el fuego se abalanzaba por todas partes.
Quemen los
libros- dijeron. Pero no había necesidad siquiera de decirlo. Los libros ardían
ya a las afueras de las viviendas creando una pira funeraria de letras que se
consumían. Mientras miles de personas corrían despavoridas por los angostos
pasillos de la biblioteca de Alejandría.
El fuego
cobraba cada vez más fuerza, deleitaba en un fugaz mordisco todo lo que tocaba
y en su boca caía rendido. Por las calles de Roma alguien gritaba -¡Malditos
cristianos! Nerón abría las puertas de sus jardines para dejar entrar a los
ciudadanos y así guarecerlos del caos reinante en la capital del mundo.
Para ser
testigo de todo esto, uno tendría que detener por un momento su respiración y
adentrarse en reinos oníricos, cerca del umbral del sueño y la muerte. Y aun
así, se podría pensar que esto no sucedía y en realidad, quizás no ocurría nada en
absoluto. Tal vez era lo más cercano, la
sensación más próxima de un joven suicida. En su cabeza, muy por dentro,
alguien únicamente gritando. Un fuego solitario que se expande por los lóbulos
cerebrales, achicharrando la razón, la lógica, la sanidad de la sique.
Los oídos del
demente se embriagan con las notas proferidas por su imaginación. Era Mozart,
siempre era Mozart: Requiem, Deis Irae o Rex Tremendae. Sin saberlo quizás, el
suicida evocaba lo más representativo del acto venidero.
Mozart nunca
termino de escribir el réquiem y por su parte el suicidio parece en si un detenimiento
abrupto de la vida, una obra inacabada que se tira al destino de quien la
adopta.
El acto más
valiente ante el temor más temido, temor que se destruye pensando que con la
muerte, en un abrazo que se suelda para siempre; la paz por fin vendrá.
El suicida es
el ser mas atacado. Para la sociedad el suicida es un ser débil, un enclenque, un
pusilánime ser rastrero que se mueve por la vida con una piel de
“lastimosidad”. Con una quejumbre que cansa a quien lo escucha y una mirada
envejecida que incomoda a quien lo ama.
Ese que ansía
la muerte por mas que le tema (si, porque le teme). Le teme como cualquier
otro. Le aterra más que nada el corte abrupto de la continuidad, del disfrute
de la vida, de los planes. Planes que se han interrumpido millones de veces.
Teme a despertar cada día con esa fe famélica que le aprieta la garganta y se
enrosca hasta su espalda.
Al
final el suicida es un enfermo sin cura. No existe un amor que le sonría, un
vaso de agua que le calme esa sed de vida. Él es como un ermitaño que camina
por el desierto y que por las noches llora una soledad que no se quita. Que se
cansa de sus caminatas por mares secos y que cuando quiere correr, ya no tiene
ganas para el siguiente respiro.
Hay
diferentes tipos de suicidas como en todos lados. Bien es sabida la afición del
hombre por etiquetar y poner en pequeños frascos las cosas, para después
analizarlas detenidamente.

Hay
suicidas patológicos, obligados a pensar de esta manera por procesos químicos
cerebrales a los cuales están ajenos. Están también los “Inmortales”, esos que
han intentado matarse más de 10 veces y lamentablemente, no han muerto, y mejor
abandonan su tarea. Están también los que olvidan, olvidan que existe una
muerte y una vida y actúan sin temor a ninguna. Beben litro tras litro de
whisky como para evaporar el mar de tristeza que los tiene a la deriva. En
lugar de aire inhalan opio y tabacos rancios, duermen en el día hasta quedarse
pálidos y por las noches salen como gatos, caminando a tientas por calles
solitarias y cielos nublados. Olvidan que están vivos, no recuerdan lo que es
la vida y así la despedazan con el pasar de las horas.
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Sonrío
porque ellos se han ido, porque descansan lejos de este mundo de materia. Los
pienso jugando y gritando, corriendo por campos verdes, arrojándose flores los
unos a los otros, mientras otros vuelan y caen en picada en un lago. Otros
reman en pequeñas canoas y son salpicados con el rocío que provocan los
clavadistas.
Estas
sonrisas reconfortan, son un breve respiro.
Yo
fui un suicida, lo soy quizás en forma todavía. Soy de aquellos que llaman
“inmortales”, lo intente más de diez veces y “aquí sigo”. Quizás, más que nada,
porque siendo un suicida se está ya muerto, se “vive” adentro de un caparazón
de carne y huesos, un caparazón que queda grande y pesa. El suicida es un ser
herido, de un dolor que parece no irse jamás, un dolor asfixiante. El suicida
piensa en la muerte y la ve como la solución definitiva a ese dolor que se ha
enraizado, el suicida no busca la muerte pero la escoge como ultima amante.
Inmortal,
si .Sin embargo, no he salido de esas sensaciones destructivas. No he dejado de
ver en los techos largas sogas con cuerpos meciéndose, de escuchar el barril de
un revolver girar y girar, de ver quemarse mis libros en la esquina del cuarto
y escuchar un grito. Un grito que ordena quemar el resto de todos los barcos.
Un grito innecesario, ante el fuego que es la locura, que incendia todo sin
miramientos.
Hoy
antes de dormir me pregunte, si realmente el suicida anhela y le teme tanto a
la muerte. Vino a mí este razonamiento, pues lo que uno anhela y desea, o se
tiene en mesurada cantidad o no se tiene. Pero ¿es realmente vida, la que lleva un ser deprimido? Soportando los
innumerables suspiros, dar incontables vueltas sobre la cama con el insomnio a rastras, fingir sonreír por la
obligación de no cansar a quien lo mira.
¡Quemad
los barcos!- gritan desde el interior de mi cabeza. Yo ni siquiera tengo
puerto, mucho menos barcos. Al carajo- digo en voz alta. Manden a suicidar a su
madre con todo y sus barcos, libros y demás piltrafas y piratas. Yo ahora soy
un inmortal que esta muerto.
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