lunes, 27 de octubre de 2014

Anhedonia

¡Hay que quemar los barcos!- gritaron.

A lo lejos los navíos parecían una somnolienta y burda construcción de madera, tratando de dominarse entre las violentas olas. Los amarres se retorcían como si fueran serpientes, mientras las velas, como inspiradas por la voz que clamaba fuego, se incendiaban lentamente.
En el puerto los cañones disparaban, dejando tras la boca del hierro una nube de pólvora.

Las casas aledañas ardían también lentamente, la flamígera bestia con escamas de color rojizo se deslizaba rápidamente, alimentándose más y más. Tratando de saciar esa hambre que nunca muere, el fuego se abalanzaba por todas partes.

Quemen los libros- dijeron. Pero no había necesidad siquiera de decirlo. Los libros ardían ya a las afueras de las viviendas creando una pira funeraria de letras que se consumían. Mientras miles de personas corrían despavoridas por los angostos pasillos de la biblioteca de Alejandría.

El fuego cobraba cada vez más fuerza, deleitaba en un fugaz mordisco todo lo que tocaba y en su boca caía rendido. Por las calles de Roma alguien gritaba -¡Malditos cristianos! Nerón abría las puertas de sus jardines para dejar entrar a los ciudadanos y así guarecerlos del caos reinante en la capital del mundo.

Para ser testigo de todo esto, uno tendría que detener por un momento su respiración y adentrarse en reinos oníricos, cerca del umbral del sueño y la muerte. Y aun así, se podría pensar que esto no sucedía y  en realidad, quizás no ocurría nada en absoluto. Tal vez era  lo más cercano, la sensación más próxima de un joven suicida. En su cabeza, muy por dentro, alguien únicamente gritando. Un fuego solitario que se expande por los lóbulos cerebrales, achicharrando la razón, la lógica, la sanidad de la sique.

Los oídos del demente se embriagan con las notas proferidas por su imaginación. Era Mozart, siempre era Mozart: Requiem, Deis Irae o Rex Tremendae. Sin saberlo quizás, el suicida evocaba lo más representativo del acto venidero.

Mozart nunca termino de escribir el réquiem y por su parte el suicidio parece en si un detenimiento abrupto de la vida, una obra inacabada que se tira al destino de quien la adopta.
El acto más valiente ante el temor más temido, temor que se destruye pensando que con la muerte, en un abrazo que se suelda para siempre; la paz por fin vendrá.

El suicida es el ser mas atacado. Para la sociedad el suicida es un ser débil, un enclenque, un pusilánime ser rastrero que se mueve por la vida con una piel de “lastimosidad”. Con una quejumbre que cansa a quien lo escucha y una mirada envejecida que incomoda a quien lo ama.

Ese que ansía la muerte por mas que le tema (si, porque le teme). Le teme como cualquier otro. Le aterra más que nada el corte abrupto de la continuidad, del disfrute de la vida, de los planes. Planes que se han interrumpido millones de veces. Teme a despertar cada día con esa fe famélica que le aprieta la garganta y se enrosca hasta su espalda.

Al final el suicida es un enfermo sin cura. No existe un amor que le sonría, un vaso de agua que le calme esa sed de vida. Él es como un ermitaño que camina por el desierto y que por las noches llora una soledad que no se quita. Que se cansa de sus caminatas por mares secos y que cuando quiere correr, ya no tiene ganas para el siguiente respiro.

Hay diferentes tipos de suicidas como en todos lados. Bien es sabida la afición del hombre por etiquetar y poner en pequeños frascos las cosas, para después analizarlas detenidamente.

Están los suicidas que han abandonado toda esperanza, los que han perdido algo que “pensaban” era muy parte suyo (dentro de estos) los que han perdido la cordura, la fe, una pierna, el ojo izquierdo, el zapato de ocho mil pesos, el amor que no regresa.

Hay suicidas patológicos, obligados a pensar de esta manera por procesos químicos cerebrales a los cuales están ajenos. Están también los “Inmortales”, esos que han intentado matarse más de 10 veces y lamentablemente, no han muerto, y mejor abandonan su tarea. Están también los que olvidan, olvidan que existe una muerte y una vida y actúan sin temor a ninguna. Beben litro tras litro de whisky como para evaporar el mar de tristeza que los tiene a la deriva. En lugar de aire inhalan opio y tabacos rancios, duermen en el día hasta quedarse pálidos y por las noches salen como gatos, caminando a tientas por calles solitarias y cielos nublados. Olvidan que están vivos, no recuerdan lo que es la vida y así la despedazan con el pasar de las horas.

Los he visto de todo tipo, a veces he querido hablar con ellos, tratar de ayudarlos, de entenderlos. Pero no es necesario, yo los entiendo, no necesito escucharlos y a algunos ni siquiera se les puede ayudar. Lo que sí, es que al verlos caminar por el borde de la estación de los trenes, al mirar sus cuerpos en altos edificios o sostenidos del barandal de un puente, me invaden las ganas de abrazarlos, de apretarlos fuertemente a esta vida y limpiarles el alma para introducirles un caramelo verde en su corazón, vaya estupidez, pues jamás he movido un dedo. La mayoría de aquellos desgraciados aparecen al día siguiente en la portada de los periódicos alarmistas, cuerpos con sus caras hinchadas, los ojos salidos, con el rostro irreconocible. Veo las fotos detenidamente, siento esa libertad que sudan sus cuerpos inertes y curiosamente hasta puedo verlos sonreír, una lágrima recorre mi mejilla y también sonrió.

Sonrío porque ellos se han ido, porque descansan lejos de este mundo de materia. Los pienso jugando y gritando, corriendo por campos verdes, arrojándose flores los unos a los otros, mientras otros vuelan y caen en picada en un lago. Otros reman en pequeñas canoas y son salpicados con el rocío que provocan los clavadistas.

Estas sonrisas reconfortan, son un breve respiro.

Yo fui un suicida, lo soy quizás en forma todavía. Soy de aquellos que llaman “inmortales”, lo intente más de diez veces y “aquí sigo”. Quizás, más que nada, porque siendo un suicida se está ya muerto, se “vive” adentro de un caparazón de carne y huesos, un caparazón que queda grande y pesa. El suicida es un ser herido, de un dolor que parece no irse jamás, un dolor asfixiante. El suicida piensa en la muerte y la ve como la solución definitiva a ese dolor que se ha enraizado, el suicida no busca la muerte pero la escoge como ultima amante.

Inmortal, si .Sin embargo, no he salido de esas sensaciones destructivas. No he dejado de ver en los techos largas sogas con cuerpos meciéndose, de escuchar el barril de un revolver girar y girar, de ver quemarse mis libros en la esquina del cuarto y escuchar un grito. Un grito que ordena quemar el resto de todos los barcos. Un grito innecesario, ante el fuego que es la locura, que incendia todo sin miramientos.

Hoy antes de dormir me pregunte, si realmente el suicida anhela y le teme tanto a la muerte. Vino a mí este razonamiento, pues lo que uno anhela y desea, o se tiene en mesurada cantidad o no se tiene. Pero ¿es realmente vida, la que  lleva un ser deprimido? Soportando los innumerables suspiros, dar incontables vueltas sobre la cama con el  insomnio a rastras, fingir sonreír por la obligación de no cansar a quien lo mira.

¡Quemad los barcos!- gritan desde el interior de mi cabeza. Yo ni siquiera tengo puerto, mucho menos barcos. Al carajo- digo en voz alta. Manden a suicidar a su madre con todo y sus barcos, libros y demás piltrafas y piratas. Yo ahora soy un inmortal que esta muerto.








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